miércoles, 27 de octubre de 2010

Noches y brujas

Con el afán de establecer una tregua entre mi sentir criollo y la colorida fiesta gringa (Halloween),  cada Octubre investigo el origen de dicha festividad y siempre ocurre lo mismo: el origen es tan aburrido y lleno de nombres raros que, detengo mi búsqueda y -dependiendo de mi nivel de flojera- celebro  lo que venga y lo que me convenga.
Me enteré que el 31 de octubre era una fecha diferente de las otras en 1984. Mi hermana y yo nos alistábamos para dormir, ella se ponía sus pijama de “princesa” y yo el de Michael Jackson. No entiendo porque mi madre insistía en ponerme cosas que guarden relación con Thriller si era obvio -por mis llantos desconsolados- que me daba terror ese video. No le bastó con la casaca roja, también me compró el pijama en el mercado del barrio. El hecho es que, dicha noche escuchamos un alboroto anormal en las calles. Por un momento pensé que se materializaba mi peor pesadilla: los monstruos salían de sus tumbas e invadirían mi casa. Tenía 4 años recién cumplidos, era comprensible que pensara de esa forma. Cuando me di vuelta a buscar alguna respuesta en mi hermana, ella ya estaba metida debajo de la cama, así que me refugié con ella. Luego comprendimos que el tétrico barullo era la combinación de un grupo de humiteros percusionistas  y niños gritando: ¡Jaloguiiiiiiiiiiiiiin!
Al año siguiente planificamos una fiesta de Halloween en casa. Encontrar el disfraz ideal no era tarea fácil y esto era irónico pues mi hermana y yo guardábamos todos los cachivaches y ropas raras posibles con las esperanza de convertirlas en disfraces. Era lo de siempre ocurrir, mi madre limpiaba su closet y hacia una ruma con las cosas que iba a desechar, nosotras hacíamos una  inspección del material y lo destinábamos: pa’ regalar o pa’ disfraz.
Afortunadamente mi abuela me hizo un lindo disfraz de gata gorda y a mi hermana de Chilindrina negra. Salimos a pedir dulces con un grupo  de amiguitas y como era de esperar  los vecinos no estaban aprovisionados de golosinas, pero fueron generosos y nos daban los que podían galletas, panes, plátanos y -unos generosos japoneses- dinero.
La inflación económica golpeó también nuestras celebraciones y ese año -1990-   tuvimos una última fiestita, franciscana, con disfraces improvisados. Casi todas las chicas se disfrazaron de rockeras o payasitas. Mi padre tuvo la ingeniosa idea de cortar una máscara de Fujimori que venia en el Caretas, ponerle dos elásticos y dármela. Mi madre entusiasta me dijo: “cholita como tienes tu pelo corto, te quedará bestial”. Me sentí la más imbécil del planeta caracterizando al ex presidente.
Cuando crecí mis gustos cambiaron, en lugar de caramelos quería trago. Por esas épocas solía pensar  que mientras más me alcoholizaba, más me divertiría. En realidad sí me divertía mucho bebiendo a morir, pero, yo no soy un ejemplo para nadie. Y nadie me quita lo bailado.
Con el tiempo todo ha cambiado, todo gira en torno a nuestra hija y me enternece ver el entusiasmo de mi adorada esposa  para buscar disfraces, decorar la casa junto con mi hermana y repetir el ritual como cuando éramos niñas. Este año mi chinita  se vestirá de china y la casa de mi madre se llenará de chibolos como en antaño. Y esto me llena de felicidad…y más.
Los dejo, voy a probarme mi disfraz, ojala me entre.