miércoles, 17 de noviembre de 2010

FE

Generaciones atrás, en mi familia era una tradición que cada matrimonio, albergue un hijo militar, uno cura y una hija monja. Quienes me conocen saben que yo no podría continuar esta costumbre. Este voluminoso cuerpo latino jamás podría levantarse a las 5:00 am, tomar una ducha fría y  desayunar junto a 20 personas. No way! Prefiero despertar dos horas más tarde, bañarme a temperatura pelapollos y empujarme un abundante desayuno criollo en poca compañía.
Siendo niña, tal vez porque así me lo inculcaron, era una personita muy fervorosa. Todas las noches antes de acostarme elevaba una retahíla de plegarias, todas dichas en mi media lengua. Crecí dentro de una familia católica, gracias a Dios mis padres nunca fueron cucufatos pero nos llevaban a misa cada domingo. Durante la misa, mi principal labor era mirar el reloj de mi padre, intentado que la hora pase más rápido. No tenía el poder de concentración necesario para seguir el sermón de los curitas. Sin embargo, me concentraba en otros detalles: miraba el techo rococó, el piso colonial, los angelitos negros y cualquier cosa para disipar mi aburrimiento. Algo que me gustaba era cuando el padre tomaba el vino, pues me decía a mi misma que ese vino debía estar rico y más aun acompañado de esa ostia que seguro sabia a obleas.
Pasé once años de mi vida en un colegio católico, así que tuve que acostumbrarme a todo esto. Respetaba la ceremonia, no participaba mucho y jamás cantaba la canción “Vienen con alegría, Señor, cantando vienen con alegría, Señor”. Aún así, tuve que participar en retiros espirituales, oportunidad perfecta para que mis amigas y yo pongamos en práctica nuestros dotes gansteriles. Hicimos de esos tres días de reflexión, momentos juerga. Y para esto, camuflamos comida en nuestro equipaje, litros de trago en nuestro cuerpo y cigarros dentro de toallas higiénicas. Gracias a Dios la vida nos llevó por buen rumbo, pues como verán teníamos pasta de burriers.
Con el afán de repetir estos  retiros “espirituales”, un par de amigas y yo fuimos a una tradicional iglesia para confirmarnos. Lo cual significaba ir a charlas todos los domingos a primera hora. Las tres íbamos con ojeras y alguna vez, con una resaca maldita. He dicho antes que yo no soy un ejemplo para nadie y creo que en mis guías de confirmación se tomaron esto muy a pecho, pues cada semana me hacían sentir que yo era la peor oveja del rebaño. Luego me invitaron a retirarme aludiendo que mi vida iba por mal camino y mis alabanzas al Señor eran insuficientes.  
Entonces me retiré, pero es difícil cambiar  algo que se tiene muy arraigado. Sin embargo, años más tarde reafirme mi decisión cuando visité el Vaticano y noté que bajo mis botas había oro, de hecho en cada lugar donde se posaba mi vista había oro. Tenía 24 años, ya no era una rebeldía adolescente, simplemente no podía formar parte de una religión que predica el voto de pobreza y están forrados de oro. En silencio, me alejé.
Mis creencias son muy particulares y no espero que nadie las comparta. Creo en el bien e intento con todas mis ganas de practicarlo…muchas veces no resulta. Creo en las energías positivas y espero que ellas crean en mí. He perdonado a todos pero no hablo con algunos. Soy limeña de pura cepa y me gusta ir a ver al Señor de los Milagros, aprovecho para comer turrón. Creo en una fuerza superior y cuando estoy en aviones creo con más fervor. En realidad, como diría mi amiga la artista, es una “cuestión de fe”.

                                                       Los dejo, voy a comer turrón Doña Pepa….suavecito.