Me he corrido de escribir por muchos meses. Les juro que esta vez no es inconstancia. Fue más bien el afán de darle un cierre a algo que ocurrió en mi vida, algo importante que me marcó así como yerra de ganado. Quería, antes de empezar a escribir de nuevo, que todo ese capítulo de mi vida se acabe, o milagrosamente se reescriba, pero ya han pasado más de seis meses y no puedo esperar para siempre. Por eso hoy, que como rara vez estoy desocupada y sola, he cogido la computadora con timidez absoluta. Estoy esperando que el teclado y yo entremos en la complicidad de costumbre y nos aventuremos a escribir notas entretenidas, bromas malosas, cosas amorosas, anécdotas de aquí y allá.
Siempre que inicio o retomo algo, lo hago con miedo, o como bien lo evocó mi hermana hace poco en un post, con una sensación a la cual de niñas denominamos como “dolor de estomago pre fiesta infantil”. Sí algo he aprendido en la vida, es que la única cura para este síndrome es acojonarse y tirar pa adelante. Total, si no la cosa no fluye, borro esto y ustedes nunca se enterarán.
Algunas de mis amigas, buscando alguna clase de perpetuidad virtual en mi humilde blog, siempre me piden que escriba de esto o aquello, cualquier cosa que las involucre. Yo, mentirosamente, siempre les digo: Ok en el próximo escribo de ti. No les he cumplido y no es falta de amor, si no que rehúyo a escribir de las historias de mis viejas amistades porque son demasiado lindas para mí, temo opacar la palomillada que quiero plasmar con nostalgias del tiempo pasado.
Colegio de monjas y de alumnado femenino, donde nos teníamos que resignar a no interactuar con el sexo opuesto. Las mujeres somos complicadas, pero coincidimos unas cuantas locas que éramos buena onda, juguetonas, jodidas, rebeldes, vitales e incomprendidas. No es que nos hayamos propuesto molestar a las autoridades colegiales, si no que ellas decidieron fastidiarse con nuestra presencia. A decir verdad, esto alimentaba nuestro ego adolecente y entrabamos en un círculo vicioso de pugnas de poder. Se me viene a la mente los recreos, donde nos querían controlar tipo panóptico, y nuestra táctica era dispersarnos por todo el patio, de manera que no puedan vigilarnos. En una esquina mi comadre se abría la blusa y se bronceaba, en esa época ella poseía dos grandes razones para atraer las miradas a su colorido bikini. En otro lado fingíamos una pelea de callejón con apuestas y todo. Metros más allá, dos inocentes jugaban a las palmadas y las que quedaban fingían estar locas balanceando su cabeza como perritos de taxi. En consecuencia, la subdirectora -que ese año gracias a nosotros fue una civil, es decir no era monja- se volvía loca, un poco más de lo que estaba.
Con estos actuares, obviamente, dimos pie a que se tejieran mil conjeturas entorno a quiénes realmente éramos. Algunas decían que éramos drogadictas, y que de hecho traficábamos estupefacientes en forma de caramelos y se los dábamos a las niñas pequeñas. Que robábamos para poder satisfacer nuestra adicción a las drogas y el alcohol. Que en el futuro sólo podríamos ser burriers, rateras y lesbianas.
Aclaro, que esos mitos estaban muy alejados de la realidad y basándome en lo ya ocurrido, desvirtúo tajantemente esas predicciones fatalistas sobre lo que sería nuestro futuro. Pues, todas terminamos siendo profesionales, mujeres de bien, algunas madres y gracias a Dios felices. Eso sí, de lo que no nos pudimos curar fue de la locura.

Los dejo, I AM BACK!!!!