martes, 8 de febrero de 2011

Año nuevo chino

El  03 de febrero, luego de haber tenido un día lleno de tenciones, as usual,  fui en compañía de mi adorada esposa al supermercado. De pronto, oímos un barullo, un festín de percusiones y campanillas acompañando al  famoso dragón chino.  Se celebraba el comienzo del Año del Conejo, para los chinos.
Eran seis hombrecillos que sudaban la gota gorda contoneándose en las entrañas del mitológico animal. Por otro rincón, un caballero nos invitaba, desinteresadamente,  a llevarnos un puñadito de arroz, trigo y lentejas. Sugirió ponerlo en la cartera para atraer la abundancia, y como en estos momentos sería ideal efectivizar ese augurio, llenamos nuestras manos de la millonaria combinación.
A pesar que guardo una gran afinidad con la cultura China, no tengo gratos recuerdos del Año Nuevo Chino. Mi resentimiento con esta celebración se inició hace unos años atrás. Nosotras vivíamos frente a un restaurante de comida china. Entonces, una noche, mientras dormíamos, escuchamos un conjunto de explosiones y demás detonaciones bélicas. Yo, me paré de un saltó de la cama, grité, exclamé al cielo y lloraba sin control mientras buscaba algún teléfono para llamar a la policía. Los segundos se hacían eternos y entre los ladridos de las perras trataba de elaborar una estrategia de escape.  En medio de está situación de guerra, mi adorada esposa me preguntó: ¿Se puede saber qué te pasa? Le respondí: “¿Acaso no te das cuenta? ¿No escuchas las bombas? ¡¡El terrorismo ha vuelto!!” Ella se puso a reír y me dijo: Los terroristas sí que tienen ritmo, esos son tambores y fuegos artificiales. Me abrazó para ayudarme a entrar en razón y ambas terminamos riendo. La explicación a todo era simple. Comenzaba a regir el Año de la Rata y los vecinos orientales lo celebraban a lo grande.
Pasado el alboroto, le contaba lo terrible que había sido para mi, y todos los de mi generación vivir la Lima de los años ochentas y noventas. El terrorismo, que ya antes había golpeado otras zonas de este país, se empezaba a manifestar para nosotros los capitalinos. Yo en esa época aun era una niña, y los niños tienen la maravillosa facultad de encontrarle el lado amable a todo. Cuando estos infelices detonaban una torre de alta tención y nos quedábamos sin luz, nos encantaba reflejar sombras de animalitos en la pared y luego jugar con la cera de la vela. Además, había escasez de alimentos, entonces se tenía que hacer largas colas para todo. Pero, como mi madre es la mujer maravilla, poseedora de un encanto natural, hacia que sus caseras del mercado le reserven estos productos de primera necesidad, a precios justos y sin hacer colas.
A lo lejos recuerdo algo que en ese entonces se llamaba “paro armado”. Para nosotros eso sólo significaba que no teníamos que ir al colegio y nos parecía genial.  Lima estaba de cabeza, tan es así que hubo un día donde el agua potable salía sucia y con mal olor. Aquel día lo denominaron el Martes Negro. Pues hubo además un corte de luz y por si fuera poco, alzas de precio.  Dicho en peruano: apagón, paquetazo y agua con caca.
Es comprensible que por nada del mundo quisiera vivir nuevamente esto. Ahora de grande reparo en lo terribles que fueron esos años. Siempre es más fácil ser niño. Tener alguien que te proteja y solucione todo por ti. Como en la película La Vida es Bella de Benigni.
Los dejo, tengo que ir a recoger a mi principessa.          

2 comentarios:

  1. Jaaaa, me hiciste reir mucho... recordar esos tiempos de escases!!!! uffff

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  2. Fantastica,como siempre me entrtengo mucho leyendo ...Cariños Pfinter Baru

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