He notado que acostumbro escribir sobre cosas
que me han pasado fuera de mi ciudad. Traigo a colación una y otra vez
anécdotas de mis aventuras viajeras, y hoy
lo haré otra vez. Estoy despierta desde las 4:00 am, cortesía de mi hija
maravillosa, y sin frustrarme por mi somnus
interruptus, me puse a hacer cosas. Las ganas de escribir venían a mí pero
las hacía a un lado y en vista de que aún soy la única despierta, aprovecharé
rapidito de escribir.
Creo que fue en el 88’ que viajamos al norte. Nuestros vecinos
eran de esos lares y aparte la familia materna de mi padre era original de
allí, así que la afinidad que desarrollamos por esas cálidas tierras fue
grande. El destino central siempre era la provincia de Piura, destacada por sus
mil atractivos turísticos, pero a mi parecer destacada por sus cremoladas (dícese ahora frozen), panes, mangos, chifles (chips
de plátano), entre otros. Es cierto, muchas de mis remembranzas más perdurables
siguen asociados a la comida.
Finalmente en nuestro destino, dimos inicio a
estas calurosas vacaciones de verano. Éramos un grupo grande los que viajamos
para allá. En este año, Piura estaba particularmente hirviente, pero aún así la
recorrimos y nos divertíamos a morir yendo de un pueblito a otro. La gente era
más que amable, tanto así que en una ocasión pasamos por un lugar donde se
celebraba una boda y pedimos prestado el baño. Luego de haber satisfecho
nuestras necesidades fisiológicas, fuimos invitados a la fiesta. Todos, los
veinte, gozamos de esta generosa
invitación al festín. Bailamos, comimos, reímos y nos retiramos dejando
agradecimientos y bendiciones a la nueva pareja.
El destino era inacabable y seguíamos visitando
lugares. Nos detuvimos en uno que era el mismo infierno, exageradamente
caliente, peor que una sauna. Afortunadamente, para distraernos de este clima
dantesco, vimos que había una Feria, entretenimiento garantizado decían. Nos
adentramos a la feria, era silenciosa y árida, en la cara de los pueblerinos
sólo se observaba gestos de sorpresa.
Hicimos el recorrido cuando nos chocamos con
“la mujer serpiente”. Era una mujer dentro de una urna con serpientes tremendamente
venenosas que le caminaban por todo el cuerpo. Afinando bien el ojo, vimos que
las serpientes no podían sacar la ponzoñosa lengüita y era porque les habían
sellado la boca con cinta adhesiva. La pobre mujer sudaba y oraba para que el
sello bucal de las serpientes fuera duradero. Por supuesto que esta atracción
nos pareció una charlatanería, pero no quisimos romper la ilusión de los demás.
Pero, aún faltaba la atracción central, por la
que todos habían asistido a esta feria y era Calimalú. Con un megáfono viejo la anunciaban: Calimalú la “mujer tortuga”, traída de las islas Galápagos. La ÚNICA,
venida desde el Ecuador, pase a verla. Entramos presurosos e incrédulos, con
aires de capitalinos modernos, con TV de control remoto y VHS, personas de mundo
que lo habían visto todo.
Nos abrimos paso entre la multitud y pudimos verla.
Increíblemente, era una mujer tortuga. Cabeza
de mujer, cabellos de mujer, ojos de mujer, boca de mujer y su cuerpo era un
enorme caparazón. Ella estaba posada en la tierra y la gente generosa le
arrojaba lechugas. Calimalú, era
pausada y lenta -como toda tortuga- pero mítica y mágica. Recibía agradecida
estas ofrendas y las comía con agrado. Luego giraba su cuello, abriendo y
cerrando su boca. Hasta recuerdo aún el
sonido de sus labios: bap, bap, bap.
Estuvimos boquiabiertos como por 20 segundos, igual
de sorprendidos que todos. Pero en un rápido paneo ocular registramos que la
pobre mujer había sido metida en un profundo hueco bajo la tierra y le habían
chantado ese caparazón de 80 kg. Inmediatamente, uno de los adultos de nuestro
grupo exclamó: ¡Esto es mentira! saquen a esa pobre mujer que se va a morir con
este calor. El resto de grupo -grandes y chicos- nos unimos a las arengas y
gritábamos: ¡mentira¡ ¡sáquenla! De
pronto, desatamos la ira de los lugareños quienes nos gritaron: ¡Váyanse! ¿Qué
se han creído? Así son estos limeños ¡malcriados!
La cosa se puso tan candente que salimos corriendo y nos trepamos a la
camioneta asustados, estaban a punto de echarnos con piedras y palos. No
apreciaron que queríamos abrirles los ojos y enseñarles la verdad. Prefirieron
seguir creyendo que Calimalú era
verdadera.
Fuimos un verano más a esas tierras y luego
dejamos de ir. No he vuelto a ir desde entonces. En todo caso, si algún día
volviera y me topara con Calimalú, la
miraría con más respeto. Pues, ahora no
me importa si fue verdad o fue mentira, lo importante es que la recordé
durante toda mi vida y siempre fueron recuerdos divertidos, asociados a viajes
de infancia, en familia y con amigos. Memorias nostálgicas, de un pasado más
simple y más sano.
Los dejo, voy a pedirle a mi mamá que nos
invite a tomar desayuno.
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